Anunciaban un fin de semana de lluvias intensas y descensos térmicos, pero este viernes de finales de octubre el pronóstico nos concede una tregua y un sol otoñal acaricia los campos. Atravesamos Binissalem, la capital vinícola de Mallorca. Es día de mercado y recortado en el horizonte se yergue el impresionante perfil de la Sierra de Tramuntana. Ascendemos entre casas de piedra y olivares, campos de almendros, de algarrobos, huertos y trigales en barbecho. Ante nosotros, en las primeras estribaciones de la sierra, dominando el pueblo, se va dibujando la silueta de un edificio imponente, una casa señorial mallorquina de piedra rosada: la Finca Bellveure, nuestro destino.
Por un camino de tierra, atravesando un olivar, el coche va serpenteando cuesta arriba hasta el límite entre los cultivos y el monte. Es allí donde se erige el edificio de piedra de sillería de la possessió. Entramos en el patio, una de las llamadas clastras típicamente mallorquinas, con su pavimento de canto rodado rodeando el brocal de piedra del aljibe central.
De regreso a la casa, entramos por una puerta lateral a la enorme tafona, la almazara datada en 1640, donde nos explican su funcionamiento, desde la molienda de la aceituna con una enorme muela de piedra, accionada antiguamente por un animal de tiro, hasta la obtención del aceite. Después, en otra sala interior de la misma almazara, mientras nos comentan el lema de bulthaup —vista, tacto, pasión— suena una música y del interior de los depósitos de aceite incrustados en el suelo de piedra emergen los cuerpos de tres bailarines, vestidos del color de la piedra y el aceite, que fluyen, se entrelazan y se separan, ilustrando los tres conceptos.
Encantados por la sorpresa, volvemos al patio y, mientras charlamos refugiados a la sombra —el sol empieza a picar— aparece un gran gato blanco y gris, que nos mira circunspecto y se despereza al sol sobre un banco de piedra. Es entonces cuando comienzan a circular las bandejas de aperitivos que vamos degustando al tiempo que el chef Santi Taura nos los describe así como su conexión con la tradición culinaria de la isla: crujientes que reinterpretan las tradicionales sopas mallorquinas; ensalada de sardina sobre hojas de endibia y salsa de tomate de colgar; unas tacitas de un espumoso cappucino de setas y unas emocionantes croquetas de lechona adornadas con un toque de boniato.
Va pasando el tiempo sin sentir y de pronto nos damos cuenta de que se ha hecho la hora de comer. Se reparten sombreros de paja y nos vamos acercando a la larguísima mesa desplegada sobre una magnífica terraza de piedra que se abre al paisaje sin límites de la comarca del Raiguer y más allá: Binissalem a sus pies y, en la lontananza, la masa aislada del Puig de Randa, la montaña donde según la tradición, allá por el siglo XIII, el místico y filósofo mallorquín Ramon Llull recibió la revelación divina.
Nos sentamos a la mesa, mecidos por una envolvente música de jazz y refrescados por la ligera brisa. Una vez más, Santi Taura nos sorprende con un menú de temporada que, como los aperitivos, hunde sus raíces en la tradicional cocina popular mallorquina. Tras unos exquisitos fideos moreados con bacalao y garbanzos llega la hora del plato principal, un soberbio guiso de pollo, albóndigas y setas. Y para terminar, un postre sorprendente con aromas de sotobosque y un toque de setas confitadas, bautizado con el sugerente nombre de "tardor a la Serra de Tramuntana" (otoño en la Sierra de Tramuntana).
La delicia de la temperatura, la extraordinaria vista y la agradable compañía hacen el resto. Llegan los brindis, las risas y la alegría de estar juntos. Sale el chef a saludar y es recibido con una gran ovación. Una vez más el lema de bulthaup se ha hecho realidad: vista, tacto, pasión. Una jornada para recordar.
Fotógrafo: Adrián Pedrazas Profumo